Hallazgo a orillas del río

foto, Lautaro Bolaño
foto, Lautaro Bolaño

“En el taller del pintor, a orillas del Putumayo, solamente se encontró este pequeño cuadro, tirado entre hojas de palma carbonizadas, en el fondo de un foso cónico de paredes de barro rojo derrumbadas” (L. Bolaño).

Más tarde, en la sede del LDAV, alguien recordó que, en el Libro Rojo de Floyte Cáceres, se hablaba de una gran choza erigida en un claro de la selva. En el interior de la choza, “en medio del piso de tierra pisada, había un ancho agujero de poca profundidad. ‘Parte de lo que buscan’, dijo No-v, ‘está enterrado aquí, a cientos de metros de profundidad. Lo demás crece en nuestra huerta y se procesa en el laboratorio’” (Cáceres, p. 308). Más adelante, Floyte dice que “la gran choza de cortezas y barro marcaba el punto de partida, el ritual de la excavación” (Ibid.) que más adelante Kassandra Azul -mi madre- realizara tras haber escuchado el poema Hace años sospeché un Nous…, escrito por No-v como antesala a las dichas excavaciones[1].

Por lo tanto, es posible especular que “el pintor” formó parte de las brigadas de recolección de ADN lingüístico primordial realizadas en el Putumayo o que, por lo menos, fue testigo de ellas.

[1] El poema de No-v fue hallado por el artista Mario Opazo y Lautaro Bolaño -dos de los miembros más antiguos del LDAV- durante una de sus expediciones a la selva en busca del Observador de Hormigas: https://meopazoc.wordpress.com/2012/12/24/2009_un-sitio-en-la-tierra/

La máquina de poetización histórica

Al revisar de nuevo los cuadernos de Curzio de León descubrí que no solo conoció la máquina de Macedonio Fernández en el jardín trasero de aquella vieja mansión bonaerense, sino que también sabía de una máquina de poetización histórica diseñada para desenmascarar exabruptos oficiales, como las políticas higienistas y la expulsión de sabios inmigrantes. El relato de Curzio viene acompañado de una fotografía de la cara frontal de la máquina. Al parecer, Curzio tuvo noticia de ella poco tiempo después del suceso en Buenos Aires, por boca de un coleccionista polaco, al que le compró la foto por una escandalosa suma de dinero. Sin embargo, no pudo obtener información sobre el paradero de la máquina ni sobre su poseedor. Aprovecho para decir que de la máquina hallada en Buenos Aires tampoco se tiene rastro, pues, al parecer, fue desmantelada y sumada a la pila de escombros que quedaron tras la demolición. Solo queda por averiguar si en nuestra ciudad existen máquinas similares. En general, los dispositivos locales se limitan a la denuncia de lo evidente o a perpetuar las viejas causas en honor a terceros. Si no hallamos ninguna, estamos pensando en contactar al rayado para proponerle equipar algunos de sus pájaros bióticos con dispositivos de reescritura ficcional de verdades incómodas.

máquina de poetización histórica es https://meopazoc.wordpress.com/

Última carta de Martín Castillo Cano

La última carta que Ricardo F recibió de Martín Castillo Cano tampoco tenía remitente. De nuevo, el estilo, la hermosa e inconfundible letra, pero nada que permitiera ubicarlo en un lugar concreto. El papel, el sobre, como siempre, piezas de museo, producto de imprentas hoy desaparecidas por el régimen Electronaranja. En esa última carta, me dijo Ricardo, Castillo Cano parecía, tal vez por error, descifrar parte del gran rompecabezas que es su correspondencia, y dar pistas -acaso concluyentes- sobre la causa de su ausencia; no el sentido general de tata epístola, sino la posible causa -para Ricardo F-, de su metamorfosis a gran ausente.

Se refería pues, en su última fantasmagoría, a un desplazamiento, a un itinerario de fuselajes y combustibles atómicos que su propio padre habría diseñado en sus ratos libres con los sobrantes de la construcción del Apolo II. Desconocemos (desconoce F) cómo hizo Castillo Cano para acceder a un posible archivo del progenitor, siendo que este desapareció una ves concluida la misión colombiana en los laboratorios secretos de la NASA, sin dejar rastro o dirección. En fin, de la dicha carta queda como dato clave la intensión del viaje, galáctico por inferencia, a bordo de cierto dispositivo celular. Yo misma me he puesto la tarea de investigar a fondo, preguntarle a los viejos seleccionados que participaron en la primera misión de recuperación ecológica y lingüística del CPI en la Tierra, a ver si saben del caso, no sea que el mítico todero del Bloque Cinco haya partido hacia tierras del CríptidoX, lo cual explicaría la disminución de emisiones fotolingüísticas en el laboratorio de d99nt_.

A continuación, transcribo la última carta de Martín Castillo Cano a Ricardo F:

“Aquí las cosas van más despacio. El ruido de la calle es un remanente de cuando el anciano de las vacas sacaba el agua directamente del sistema, quitando la tapa redonda de cemento vaciado en hierro con las siglas del acueducto que había en medio del parque. En las paredes he dispuesto las últimas imágenes de mis hallazgos, los casquillos dorados sobre varios recortes de noticias, y contemplo, con culpable asombro, los brillos en la abolladura causada por el paso del proveedor a la recámara, o los años de tierra y piedras que los mal-sepultaron en las zonas verdes del campus. También conservo algunos documentos de identidad, esas plantillas genéricas que de vez en cuando me permiten ponerles la cara de mi tío, los ojos almendrados y lejanos, como exiliados al país de los libros que ordenaba y clasificaba en los entrepaños de la biblioteca.

He tratado de unir el rompecabezas, pero las piezas encajan caprichosamente para luego retractarse y componer un absurdo. Las transducciones que realicé en el Bloque Cinco han dejado de informar, no hay código ni mensaje. Supongo que esta es la fase II del proyecto inmaterial que me ha propuesto la criatura desde el principio. Sus manifestaciones son, desde hace días, intensidades que apelan a lo sensitivo: el extracto de la tristeza y la alegría, elementos químicos fundamentales que causan comportamientos, estados de ánimo, impulsos como el de instalarme en este barrio/isla, lejos de todo, intersticio de las décadas.

Presiento, a causa de lo mismo, que el punto de partida es la observación intrínseca del acontecer diario, los pasos del borracho eterno de la tienda, la falsa minucia de los que van por el pan y los huevos siempre a la misma hora, la nada de las calles. Las imágenes dispersas en las paredes son algo así como el itinerario, el mapa con las rutas y las estaciones previas al estremecimiento del fuselaje, aquel donde la fisura es irreparable, crítica, metáfora del no retorno. Mi legado es entonces la memoria del desconcierto, la experimentación a ciegas en los recovecos del campus. Supongo que lo veré a él, minúsculo habitante de la gran constelación, organizando libros etéreos en entrepaños cerebrales o seduciendo criaturas aladas de la Hermandad de los Voladores. Y yo volveré a ser el chico tras los ordenadores, aprendiz del juego cuántico, sabedor del pasado. Lamento, en todo caso, dejarles el angustioso oficio del desciframiento, el agrietado desciframiento detectivesco en ciudades ausentes”.  

Animal urbano IV

Anoche, por las grietas que intuyo en el cristal de mi mundo comenzaron a entrar los monstruos. El juego de los últimos días, las casualidades y ese montaje de pesadilla con la máquina impresora solo fueron la antesala al terror. Hacía registro nocturno con una de mis diminutas cámaras, ejercicio sin objeto, desperdicio de pila y memoria. De repente, me abordan tres tipos demasiado altos, de cejas protuberantes y ojos vacíos. Me hablaron con una jerga que no entendí. Me rodearon, y a empujones me sumergieron en el ángulo de una pared. Sentí sus manos recorriendo mi cuerpo como si entraran y salieran gusanos de algodón. Cada vez que lo hacían, mi piel experimentaba un dolor cosquilleante que luego estallaba en mis órganos internos. Entre mis gritos y los de ellos comencé a desvanecerme. Cerré los ojos y dejé de escucharlos. El viento de la noche me envolvió con el sigilo de una madre helada, con su arrullo de motores y neumáticos. Me levanté de un salto y revisé mi cuerpo en busca de heridas. En el rincón, junto a la pared, estaba mi cámara, intacta. Tampoco había perdido mi billetera ni mis joyas. Suspiré aliviada, aunque confundida, y me alejé de allí.
Como aún me temblaban las piernas y el frío me calaba, entré a un restaurante. Pensaba en lo ocurrido mientras me tomaba un doble de vodka con agua cuando, instintivamente, metí la mano en un bolsillo de mi chaqueta… Me encontré un papel doblado. Tenía el dibujo de un automóvil de los años sesenta, de color rosa y blanco. Las palabras escritas más abajo invitaban a la inauguración de una obra artística. “¿Semejante acto de crueldad para dejarme esto en el bolsillo?”, pensé. Terminé mi vodka y Salí.
La galería era en realidad una vieja y grande casa que seguramente perteneció a alguna familia de clase media alta durante los cincuenta. Afuera había varios carros aparcados y un sujeto con chaleco naranja se encargaba de vigilarlos. Junto a la puerta abierta de la casa, una chica vestida con pantalones y blazer azul rey, muy sonriente, entregaba publicidad sobre un circuito de arte en el centro de la ciudad. Un poco más allá, sobre el prado, cinco o seis personas fumaban y reían.


La obra consistía en una serie de objetos, fotografías, pinturas y videos de íconos que hacían referencia a tribus indígenas, procesos industriales y conceptos filosóficos. Había allí el mapa de Latinoamérica, de norte a sur, codificado en pictogramas rojos, negros y blancos, distribuidos en un pedestal sobre el cual cerraba el código un pequeño médico brujo de barro. Entre sus manos había un cuenco lleno de píldoras de colores. Sobre la pared más amplia de la sala, libre de muebles y de cualquier otra cosa no relacionada con la exposición, había tres enormes impresiones donde se repetía la imagen gris de un barril de petróleo, velado alternativamente por máscaras translúcidas de color magenta, amarillo y cian. Sobre la misma pared, a unos sesenta centímetros de distancia, se extendía una secuencia de rombos polícromos. En una habitación contigua encontré una secuencia de imágenes fantasmagóricas de museos del mundo, un video en ruido claroscuro, y dos rayos en blanco y negro sobre la pared del fondo. Terminaba yo de contemplar todo aquello cuando sentí que algo me acechaba desde el suelo. Congelada en pose genérica, una serpiente dorada me enseñaba sus colmillos. Di un par de pasos hacia atrás y miré a mi alrededor. Esperaba encontrarme a un grupo de personas riéndose de mí, y entre ellas a mis falsos asaltantes, pero solo había tres sujetos; uno de ellos se alargaba la barbilla con los dedos mientras contemplaba los barriles de petróleo, y los otros dos escrutaban la lápida y se lanzaban cortos murmullos agitando la cabeza. Volví a la serpiente y su juego de colmillos brillantes. Tenía la cabeza, grande y musculosa como la de un pitbull, llena de escamas ovaladas similares a las de un pez antediluviano del Orinoco: ribeteadas de minúsculas espinas, casi vellosidades
cortopunzantes, esmaltadas con ese aceite de esmeraldas fundidas que bajo el agua se torna oscuro, aterciopelado. Al moverme un poco hacia la izquierda comprendí que todo aquello se debía a un efecto de la luz. Ahora, el cuerpo del animal se fue llenando de lentas sombras, justo en la cresta de las ondulaciones, como si reptara bajo un sol entrecortado por arboladuras. Escuché una voz.
-Ella es una metáfora del movimiento. Hay un instante, en su secuencia, donde desaparece. Jamás lo notas, pero los ojos saben que es así. La vida y la muerta a velocidad luz.
El hombre a mi lado se quedó en silencio, contemplando la serpiente. Sus labios temblaban delicadamente sobre el instante previo a la sonrisa, como los de un padre ante su cría, varios días después del parto. Supuse que se trataba del artista, dispuesto a explicarme “la causa de mi asombro”, pero su silencio se extendía demasiado. Su atención había saltado a un profundo intersticio, oscuro como el abismo tras los colmillos de la serpiente. Tenía una botella de cerveza en la mano. De pronto pensé en el médico de barro con las píldoras en el cuenco, y volví el rostro hacia la serpiente.
-¿En qué pensaba cuando la hizo?
Mi pregunta se quedó en el aire. El sujeto había desaparecido, y en su lugar una multitud vociferante llenaba la sala. Mi cuerpo se contrajo en un escalofrío y empecé a sudar. Algo como un eco vibrante y húmedo abrazó mi nuca.
-¡Largo de aquí, falsa!
Desde la multitud comenzaron a lanzarme destellos acuosos, fugaces como el chasquido de un pez nocturno. Sentí que debía escapar, pero había tanta gente y tanto movimiento que no era capaz de ubicar la salida. Miraba hacia todos lados cuando sentí que unas manos enormes y heladas -su tacto me llegó hasta los pulmones- me tomaban por la cintura y me empujaban. De repente estaba en medio de la acera, con la galería a mis espaldas, totalmente sola. No había chica sonriente ni fumadores. Tampoco vi carros aparcados ni al sujeto que los cuidaba. Me volví hacia la galería. La puerta estaba cerrada, pero la multitud seguía adentro; sombras, siluetas opacas que se movían. Entonces sentí un cosquilleo en las palmas de las manos. Dos manchas húmedas de ceniza resaltaban como estigmas sobre mi piel blanca.

Animal urbano II

Días después de mi encuentro con las serpientes y de la pérdida de mi celular volví a las calles, pero no encontré nada. Revisé las mismas paredes y puentes peatonales, pero todo había desaparecido bajo nuevas figuras de colores y líneas enmarañadas. Volví al edificio con el letrero que decía “Impresiones Titán”, pero en su lugar había un estanco de mala muerte; parecía como si siempre hubiera estado allí, con sus borrachos macilentos vociferando por encima de las rancheras. Pensé en entrar a buscar rastros, pero decidí que no tendría sentido; por otra parte, algunos de los comensales podrían ser en realidad sujetos apostados con la misión de reportarme o de hacerme algo. Así que pasé de largo, doblé en la esquina hacia la avenida, y tomé un taxi.

-Disculpe, ¿le molesta si paro un momento a echar gasolina? -me preguntó la conductora, mirándome por el retrovisor. Se trataba de una señora como de cincuenta años, de brazos robustos y rostro ovalado. Llevaba el pelo castaño oscuro recogido sobre la nuca, y tenía las mejillas coloradas. Su anatomía era recia, pero maternal.

-Claro que sí; no hay problema -contesté, y de pronto noté que hacía calor. Bajé la ventanilla para refrescarme.

En la gasolinera, mientras ponían “cincuenta de corriente” en el tanque del Picanto amarillo, una muchacha de pelo rizado y ojos claros muy abiertos apareció junto a mi ventana. Sin decir palabra, apoyó un maletín de aluminio en el filo de la puerta, y me alargó un cuadernillo de dos páginas en cuya portada había una serpiente con forma de ese. Luego se dio media vuelta y desapareció tras los surtidores. En el interior del cuadernillo había el siguiente texto:

Poslenguaje //definición: creación de unos cuantos reunidos en grupos extremos. Neolengua de la posverdad demandan al creativo publicitario por violar normas lingüísticas; marca es retirada del mercado, autores intelectuales y materiales en zonas de re-direccionamiento. “Tenemos un par de islas preparadas para eso, Dr. P.”. “dos profesores universitarios condenados a escarnio público por mal uso de artículos y pronombres”. Fuente://diario.elsubterráneo.conbdeburro. “decomisan vieja biblioteca dedicada al crimen del oldspeak, en Manchester”//diario.el…

Somos serpientes bajo tierra;

esperamos órdenes.

Animal urbano I

Durante el último mes me he venido encontrando con imágenes de serpientes en todas partes. Serpientes en los puentes peatonales, en las paredes, en las bibliotecas, en los cafés… Entré a una tienda de discos donde había calcomanías de serpientes pegadas por todas partes, pero nadie pudo decirme quién las había pegado. Me causa curiosidad esta proliferación de serpientes, porque se me aparecen representadas sin efectos dramáticos, sin grandes colmillos o miradas aterradoras; son más bien de ojos redondos e inexpresivos, monocromáticas y sin mucha pose. Descritas en su más auténtica cotidianidad, reptando invisibles o al acecho bajo la piedra. Tomé varias fotos con mi celular, pero lo perdí al final del día, sin haber enviado copias.

Me gusta andar por los barrios populares de la ciudad; no me refiero a los más voceados o reseñados por su alta peligrosidad, sino a esos de calles rectas y pequeñas edificaciones de dos o tres pisos donde hay talleres automotrices, bicicleterías, tiendas misceláneas -donde se encuentra de todo, desde toallas higiénicas hasta panela y queso-, pequeñas droguerías y papelerías con servicio de “café internet”, imprentas, talabarterías, fábricas de plásticos y envases desechables… Las calles y aceras del barrio que decidí recorrer aquel día eran amplias y extensas. No había la típica maraña del tendido eléctrico ni agredían las texturas coloridas o colgantes, sino automóviles deshuesados sobre manchas de grasa y tierra, enrevesadas piezas metálicas apiladas y clasificadas por tamaños o funciones en oscuras galerías, disecciones a medias de motores desentrañados, olor a gasolina y grasa de fritos recalentados. Y en medio de todo aquello, como satélites sordomudos, ancianas de trenzas plateadas desgranando mazorcas o seleccionando frijoles rojos sobre la tapa de un canasto.

El sol comenzaba a derretirme y decidí entrar a una tienda. En sus verdes y mugrientas paredes se adivinaban los dedos, las huellas digitales de cientos de personas. Le eché una ojeada a la nevera para escoger una bebida, pero de pronto comencé a sentir que me miraban; los comensales, hombres rollizos y velludos, acostumbrados a las ásperas curvas del árbol de levas, me miraban el culo y las tetas con hambre obnubilada. La señora detrás del mostrador me preguntó amablemente si quería algo, pero le dije que no gracias y me marché. Seguí caminando feliz entre talleres y miradas hasta que llegué al San Luis, viejo barrio de casas grandes, árboles y panaderías que lucha por mantener su dignidad urbana entre las putas, las oficinas y la depredación de las constructoras. Alrededor de una pequeña plazoleta, en medio de la cual se alza un frondoso árbol, hay varias casas antiguas y un edificio de amplias ventanas. En la planta baja de una de las casas hay una panadería. Entro y pido una gaseosa. Es espacio es fresco y agradable. Me gustan las mesas de metal y fórmica veteada, las sillas de tubos y cordobán vino-tinto. Contemplo los hornos para el pan que están junto a la puerta, detrás de los mostradores. Las baldosas de cemento del suelo tienen arabescos rojos y amarillos medio borrados por décadas de suelas. Se me escapan un par de bostezos.

Al cabo de un rato, salgo de la panadería y me encuentro de frente con un chico que deja caer un montón de papeles. Le ayudo a recogerlos; miro sus largos brazos, sus dedos como picoteando el suelo. Me quedo muy sorprendida al ver que en los papeles está el dibujo de una serpiente amarilla. Tiene los ojos redondos, azules e inexpresivos. El chico me mira con expresión nerviosa mientras le entrego los papeles que he recogido. Se disculpa con una sonrisa, dispuesto a seguir su camino, pero le digo que me interesa el material que lleva, y lo invito a tomarse algo.

Me dice que él recibe el material de un tercero, y que no sabe de dónde viene. Si trabajo es distribuir las pequeñas impresiones por toda la ciudad. Lo seduzco un poco, le digo que me interesa mucho conocer a los artistas, que yo también soy artista; finalmente me dice que hablará con ellos; que vuelva mañana a la plazoleta, y que seguramente allí habrá alguien esperándome.

Llegué muy puntual a la cita. Junto al árbol había una muchacha de veinticinco o treinta años en una bicicleta todo-terreno negra; metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y me entregó un papel doblado en cuatro. Traía puestas unas enormes gafas oscuras; bajo su pómulo izquierdo se destacaba un lunar ovalado, y sus labios, gruesos y radiados, me hicieron pensar en un caracol. Se alejó pedaleando antes de que pudiera decirle algo. En el papel había una dirección.

Viajé en un bus articulado por la carrera 30 y me bajé en la 63. Fue un error, pues según la dirección tenía que bajar hasta la carrea 69 y caminar hacia el norte unas quince cuadras. Sin embargo, la mayor parte del trayecto lo hice por la carrera 70. Los locales comerciales parecían atacarme desde los flancos de la avenida. El cielo sin nubes era un manto de celofán cobrizo, un filtro que saturaba los colores. Aquel paisaje me causó un delirio de ensueño; los postes y el tendido eléctrico parecían un caos de arboladuras. Aquí también sentí miradas filosas, pero en menor cantidad, debido tal vez al bullicioso trajín de hormiguero. Por fin llegué a la dirección que indicaba el papelito. En el letrero de aluminio sobre la entrada decía: “Impresiones Titán”.

La luz descendía por las claraboyas del taller con lentitud de niebla y se posaba sobre las máquinas como lavándolas. Varias personas, entre hombres y mujeres, se encargaban de ellas y organizaban el producto que arrojaban en pilas de distintos tamaños. Uno de los hombres se me acercó para preguntarme qué quería, y yo le comenté sobre la chica de la bicicleta y le mostré el papelito con la dirección. Entonces me dijo que avanzara por el corredor que se extendía a la derecha del taller, y que golpeara en la segunda puerta. Me abrió un tipo de corta estatura, algo pasado de kilos, que vestía como cantante de vallenatos de los años setenta. La camisa de manga larga color azul plateado con ribetes verticales le quedaba estrecha, al igual que el pantalón de dril color mostaza. Me invitó a pasar, y fue a sentarse tras un escritorio de aglomerado y fórmica blanca. Yo me senté en la silla que estaba del otro lado. El espacio era amplio y bien iluminado; la pared junto al escritorio era un gran ventanal, y las otras paredes estaban decoradas con afiches promocionales y dibujos de cantantes de rock ochenteros. Había también un par de archivadores metálicos sobre los que pude ver dos fotografías familiares del tipo, y cuatro más de él solo con su motocicleta Royal Enfield Thunderbird 350.

-Cuéntame –dijo él con amabilidad corporativa y los dedos entrelazados.

-Durante los últimos días me he encontrado con una cantidad de calcomanías y fanzines que nunca había visto y entiendo que ustedes son los autores. Yo trabajo para una revista; la Xk-Uno; talvez ha oído algo sobre ella. Nos dedicamos a las tribus urbanas relacionadas con el arte callejero y a la vida subterránea de la ciudad. Me encantaría hacerles una entrevista.

-Ok, -dice el tipo, muy animado, y se levanta de la silla -. Si quieres, sígueme a donde ocurre toda la magia y hablamos con los chicos.

-Bien, perfecto.

Lo seguí hasta el fondo del corredor donde se abría una enorme bodega, muy similar a un hangar de avionetas, en medio de la cual sólo había una máquina que de lejos se me pareció a un elefante sentado, lleno de postes y cuerdas en movimiento.

-Por ahora solo tenemos esta máquina, pero ya hay siete más en camino.

-¿Entonces no usan las que vi primero?

-Esas son para financiar el proyecto; papelería por encargo para oficinas. Nuestro verdadero producto necesita de máquinas capaces de crear lenguaje.

De pronto, el cantante de vallenatos se me reveló como algo que no pude descifrar. Quise preguntarle a qué se refería con “máquinas capaces de crear lenguaje”, pero me contuve.

-¿Y de dónde las traen? –le pregunté mientras observaba los curiosos engranajes y piezas que conformaban al extraño elefante. Al observar más de cerca comprendí que se trataba de una imprenta mecánica con cientos de rodillos que movían una cinta de papel muy ancha y extensa a gran velocidad, en una especie de laberinto sin principio ni fin. El intrincado ramaje alrededor de la criatura estaba conformado por algo así como enormes máquinas de tatuar que se movían sobre la cinta de papel. Me pareció que la enorme bestia tatuaba sus propias entrañas. Giré hacia donde estaba el tipo, pero me hallé totalmente sola. El estruendo sincopado de la máquina hacía que el espacio se sintiera aún más grande y luminoso. Metí la mano en mi bolso para sacar el celular y hacer un registro de todo, pero no lo encontré. Tragué saliva y miré alrededor en busca de una salida. De pronto, la máquina dejó de funcionar y arrojó una calcomanía brillante que chasqueó en el suelo. En el fondo de la bodega se abrió una puerta. Me apresuré a recoger la calcomanía y caminé hacia la puerta. Sentí ganas de correr, pero era como en esas películas en donde los gringos intercambian espías con el enemigo en un puente muy largo o en medio de un desierto: “no mires hacia atrás y no corras; una docena de armas te apuntan desde ambos lados”. Finalmente crucé la puerta, que se cerró a mis espaldas con un golpe seco. Solté un alarido y corrí un par de metros. Luego me di vuelta. El edificio se extendía a todo lo alto y ancho como una pared de cinc.

Serpientes catódicas

Fuentes relacionadas con la revista Xk-Uno nos han proporcionado algunos documentos visuales que describen acciones de serpientes catódicas. La fuente encontró esta fotografía en un teléfono móvil recuperado por la policía en operativos contra bandas delincuenciales. Aunque no se logró relacionar el aparato con los sujetos judicializados, la fuente asegura que, horas antes, los vecinos del sector donde se realizaron los operativos reportaron extraños ruidos y rayos de luz provenientes de las bodegas allanadas. También reportaron que, inmediatamente después de los extraños hechos, un sujeto salió del lugar realizando lo que describen como “una danza zigzagueante que duró varios minutos. Luego apareció una camioneta negra, dicen, y se lo llevaron”.

Por otro lado, nos llegaron rumores de que varias personas han sido encontradas realizando inexplicables dibujos en las paredes de oficinas, restaurantes, cafeterías y otros lugares cerrados donde además se encontraron pequeños artefactos de metal y vidrio cuya función y relación con los hechos aún no se establece. ¿Emisores de infrasonido o de energía lumínica? Algunos de los dibujos realizados, según dicen, parecen describir líneas o grietas ondulantes. Los más elaborados sugieren patrones geométricos, pero aún no nos llegan imágenes relacionadas. Sin embargo, días después, miembros del LDAV visitaron uno de los escenarios identificados y hallaron dos sobres de té vacíos con un símbolo azul en su interior. De nuevo, sospecho de mi antigua compañera en el HackLabBerlín.

Bitácoras de expedición

Versión en tercera persona, por Miembro Anónimo del LDAV.

Del proyecto Acciones plagiarias autólogas vol. I.

Estos fragmentos de la Bitácora de exploración fueron entregados a la editora, en secreto, por la esposa de un acumulador de libros. Entre los restos de la bitácora también se encontró una nota del autor en donde señala que teme por su vida. Por tal motivo, su nombre no será revelado.

Prox: diccionario lemiariano de biótica e ingeniería biológica.

Hallazgos relacionados con La Serpiente: parches alusivos en sujetos urbanos.

Salimos después del medio día; la ciudad, casi desolada: inquebrantable día de Fiesta Nacional. Sin embargo, entre los pocos ciudadanos había unos que portaban la extraña insignia que se muestra en las imágenes. Dos de ellos llevaban, además, brazaletes dorados con forma de serpiente y anillos con piedras preciosas que recreaban la cabeza de una cobra con ojos y colmillos de oro o plata. Estábamos en el Ledom Rosa tomando jugo de fresa y menta cuando aparecieron. El más alto y delgado medía como uno noventa. Llevaba una chaqueta negra de corte militar y unos jeans azules ajustados. Sus botas de cuero y grandes suelas de goma eran blancas. El otro, algo más bajo y robusto, vestía una Harrington roja, camiseta Polo azul, pantalones de dril con prenses y una gorra de tweed. Los dos lucían el parche con la insignia en la manga izquierda. Se sentaron justo frente a nosotros y pidieron té blanco con limón.

Pude ver el anillo del más alto cuando alzaba su tasa de té. Un enorme zafiro con forma de cobra engastado en plata. Los ojos y colmillos de la serpiente también eran de plata, al igual que el grueso aro de escamas irregulares. Quise tomarle una foto, pero me fue imposible. Demasiado cerca… La cobra del otro era un rubí con ojos y dientes de oro. El aro también era de oro, pero sin escamas, y un poco más delgado. Querían tragarnos con la mirada, así que nos fuimos del Ledom Rosa.

Caminamos varias calles antes de encontrar a más personas. De nuevo, dos sujetos con la insignia en el brazo izquierdo. Se movían despacio, como si quisieran que los notáramos. Era como asistir al rodaje de una escena de extras para dar contexto a la escena principal de una secuencia. Fingían su naturalidad de transeúntes. Eran las tres de la tarde y el cielo blanco cernía una luz sin temperatura que borraba las distancias. Los dos sujetos venían por la acera contraria, y aunque nos separaban varios metros, los sentíamos demasiado cerca; como si fueran a colisionarnos. Finalmente pasaron de largo y doblaron la esquina hacia el occidente.

Llegamos al parque Brasil. Allí nos detuvimos para asimilar un poco lo que estaba pasando: Cuatro personas luciendo esa insignia con la serpiente dorada y la vara sobre un fondo de cuatro rectángulos rojos y negros. Anillos con forma de serpiente y una manera de estar en el espacio que parece negar las leyes físicas, o que, al menos, produce efectos visuales extraños. También era significativa la ausencia de autos en la zona; ese silencio general, paradójicamente habitado por susurros, minúsculos ecos, opacidades sónicas que se revelaban como rompiendo por instantes las ondulaciones de un lago. Extrañábamos a esas parejas de enamorados y a las familias trajeadas de día festivo que suelen transitar la zona en busca de cafeterías o heladerías. Hasta las palomas se movían con lentitud inusual, a meticulosas zancadas de cuervo, mal disimulando sus improbables jorobas. El miedo comenzaba a invadirnos, pero decretamos que seguiríamos tras la pista de la serpiente y sus extraños militantes. Decidimos abandonar la zona y encaminarnos hacia el occidente, al otro lado de la gran avenida y la vía férrea.

Sobre la avenida se extiende una plazoleta de cemento y ladrillo. En el centro hay una jardinera cuyas plantas se alimentan de basura.

Las chazas adornaban la blancura amarillenta del suelo con su variedad de formas y colores. Decenas de peces zombi se agolpaban al rededor. Entonces apareció uno de ellos. Otra vez, la insignia roja y negra con la línea y la serpiente.

El tipo se detuvo frente a una de las chazas, tomó un trozo de cuarzo del montón que había en el terciopelo morado, y le preguntó al chico cuánto costaba. A pesar de que este no le dijo nada, le dio tres billetes de veinte mil pesos, y se llevó la piedra. Luego se alejó del tumulto.

Lo seguimos por espacio de diez minutos hasta que entró a una cafetería. Nos quedamos en la esquina y esperamos. Pasaron un par de minutos antes de que el tipo volviera a aparecer. Se quedó allí de pie, sobre la acera, con las manos en los bolsillos de la chaqueta hasta que alguien lo recogió en un viejo simca azul claro. Entramos a la cafetería.

Una luz gris se abría desde el techo sobre un grupo de mesas de fórmica verde pálido y sillas forradas con cordobán color cereza. Tras el paso de varias décadas, los dibujos en las baldosas del suelo se habían borrado aquí y allá. En el fondo se extendía un mostrador refrigerado que exhibía unas cuantas botellas de bebidas gaseosas, y algunos biscochos amarillentos y pasteles grasosos. Nos sentamos a una mesa. Se nos acercó una chica morena de grandes ojos negros y cejas pobladas. Llevaba una falda color mostaza, un delantal blanco lleno de manchas, y unas zapatillas beige que dejaban ver sus pies desnudos. Se detuvo frente a nosotros, sacó una pequeña libreta del delantal, y luego tomó el esfero que llevaba en la oreja izquierda.

-Buenas tardes; qué se les ofrece -dijo sin mirarnos, y sus oscuros labios carnosos volvieron a cerrarse en un botón estriado. Pedimos un par de tés negros.

Las personas de las otras mesas sostenían conversaciones que se confundían en un murmullo opaco, roto de vez en cuando por el timbre de las cucharas.

La chica nos trajo el té, puso la factura sobre la mesa, y se alejó de prisa. Nos llevamos una gran sorpresa cuando al rasgar las envolturas descubrimos que en el interior tenían estampada la insignia de la serpiente y la línea. Debajo de ella había otro símbolo, totalmente distinto, pero que repetía las mismas letras en mayúscula: HLP. Luego de mirar detenidamente, descubrimos que el nuevo símbolo se parecía mucho a uno de esos insectos que imitan a las hojas secas.

-Larguémonos de aquí -fue lo único que dijo M, y dejamos un par de billetes sobre la mesa. Los murmullos desaparecieron. Un silencio helado nos empujó hasta la salida. Las envolturas de té marcadas siguieron apareciendo en varias cafeterías, y nadie acertaba a darnos una explicación. Lo curioso era que jamás aparecían en restaurantes. Allí nos sorprenderían otras manifestaciones de La Serpiente, igualmente inexplicables.

 

Marcha_.

Sobre la masa de gente asfixiada por las lacrimógenas y revolcada por los chorros de agua comenzaron a correr imágenes recién capturadas de policías abriendo fuego blanco. Se oían gritos de protesta e indignación en donde antes había consignas y mantras viejos. Las imágenes en movimiento del tráfico colapsado eran como una metáfora del colapso social e institucional; gentes atrapadas en los buses articulados, ejecutivos agrediendo a ciclistas y ciclistas agrediendo a ancianas vendedoras de empanadas. Sobre ellos llovían imágenes de amas de casa sirviendo platos tradicionales a la francesa y de estudiantes universitarios armados de Nikon y mochila arhuaca detrás de las filas. Las voces tuercen el sentido de lo que ocurre; solo puede haber un culpable y está en Palacio; los demás siempre seremos víctimas con derecho a todo.
Se aprovechó el humo de los incendios para proyectar imágenes de marchas aún más antiguas; hombres y mujeres traían sobre los hombros un trono de madera en el que había sentado un niño vestido con mantas pintadas. En sus muslos y rodillas posaban aves de colores con las cuales hablaba. Tras el grupo con el trono en andas se extendía una multitud vestida con sus mejores fachas, olorosos a perfume de tierra y hojas. Sus adornos y alhajas de fantasía brillaban furiosamente en medio de la calle mientras sonaban melodías desafinadas.

Mi entrega final en el H.L.B.

Video de cinco minutos _ verdades incómodas de la ciudad. Artista invitado: Simon Weckert y sus 99 smartphones. Proyección sobre cara frontal sede AfD. Acción dramática complementaria frente edificación, en medio de la calle.

6:00pm, miércoles.
Avanzamos entre la multitud cubiertos con sábanas negras. Weckert: con su carretilla de celulares desde hace media hora: Calle despejada. Sólo gente a pie. Fuera sábanas negras; comenzamos.
Enciendo proyector / mi pecho. Resto del grupo / burlesco de generales y generalas drag en medio de la calle. El video se embadurna deliciosamente sobre los cristales…
Blanco y negro: primera fila de superhombres, carcomidos por el hongo del acetato, sucios de tiempo. Armas al hombro; águilas y cruces. Clip de tanques y aviones en acción (transparencia) sobre las tropas en marcha. Contrapicados de atletas sonrientes; saltan las guedejas y las tetas, se raspan en los ladrillos e intersticios. Transeúntes: se detienen; observan, molestos: más de lo mismo, ofensas a la bandera… ese pasado culpable. De repente, la impostura de cruces y medallas que ocurre en la calle se torna juego de vironchas. La generala más reina, como afectada por invisibles cosquillas, se quita los pantalones. El generalísimo condecorado saca su fusta rosa y lo castiga, inclinándose hacia delante, los pies en puntas. Los otros oficiales también se arrebatan, y cambian sus chaquetas por otras más cortas y ceñidas, only style nazifashionista: Danza de luces y lentejuelas, pájaras pintas jugando a la guerrita.
En la fachada del edificio acaban las del triunfo de la voluntad y otras propagandistas, y estallan escenas pornomilitares interraciales. Oficiales y oficialas del Tercer Reich copulan. Los más son mestizos y negros, o si se prefiere afrodescendientes y biotipos pluriétnicos multiculturales que se cogen, con el uniforme mal puesto, a las blancas y blancos puros, también de uniforme, desencajados, indignos. Todos tiran o son tirados en imposibles poses a la luz de los transeúntes.
Tres chicos del grupo hacen registro con sus celulares.
Llega la policía; apago el proyector; nos dispersamos; desaparecemos…