Durante el último mes me he venido encontrando con imágenes de serpientes en todas partes. Serpientes en los puentes peatonales, en las paredes, en las bibliotecas, en los cafés… Entré a una tienda de discos donde había calcomanías de serpientes pegadas por todas partes, pero nadie pudo decirme quién las había pegado. Me causa curiosidad esta proliferación de serpientes, porque se me aparecen representadas sin efectos dramáticos, sin grandes colmillos o miradas aterradoras; son más bien de ojos redondos e inexpresivos, monocromáticas y sin mucha pose. Descritas en su más auténtica cotidianidad, reptando invisibles o al acecho bajo la piedra. Tomé varias fotos con mi celular, pero lo perdí al final del día, sin haber enviado copias.
Me gusta andar por los barrios populares de la ciudad; no me refiero a los más voceados o reseñados por su alta peligrosidad, sino a esos de calles rectas y pequeñas edificaciones de dos o tres pisos donde hay talleres automotrices, bicicleterías, tiendas misceláneas -donde se encuentra de todo, desde toallas higiénicas hasta panela y queso-, pequeñas droguerías y papelerías con servicio de “café internet”, imprentas, talabarterías, fábricas de plásticos y envases desechables… Las calles y aceras del barrio que decidí recorrer aquel día eran amplias y extensas. No había la típica maraña del tendido eléctrico ni agredían las texturas coloridas o colgantes, sino automóviles deshuesados sobre manchas de grasa y tierra, enrevesadas piezas metálicas apiladas y clasificadas por tamaños o funciones en oscuras galerías, disecciones a medias de motores desentrañados, olor a gasolina y grasa de fritos recalentados. Y en medio de todo aquello, como satélites sordomudos, ancianas de trenzas plateadas desgranando mazorcas o seleccionando frijoles rojos sobre la tapa de un canasto.
El sol comenzaba a derretirme y decidí entrar a una tienda. En sus verdes y mugrientas paredes se adivinaban los dedos, las huellas digitales de cientos de personas. Le eché una ojeada a la nevera para escoger una bebida, pero de pronto comencé a sentir que me miraban; los comensales, hombres rollizos y velludos, acostumbrados a las ásperas curvas del árbol de levas, me miraban el culo y las tetas con hambre obnubilada. La señora detrás del mostrador me preguntó amablemente si quería algo, pero le dije que no gracias y me marché. Seguí caminando feliz entre talleres y miradas hasta que llegué al San Luis, viejo barrio de casas grandes, árboles y panaderías que lucha por mantener su dignidad urbana entre las putas, las oficinas y la depredación de las constructoras. Alrededor de una pequeña plazoleta, en medio de la cual se alza un frondoso árbol, hay varias casas antiguas y un edificio de amplias ventanas. En la planta baja de una de las casas hay una panadería. Entro y pido una gaseosa. Es espacio es fresco y agradable. Me gustan las mesas de metal y fórmica veteada, las sillas de tubos y cordobán vino-tinto. Contemplo los hornos para el pan que están junto a la puerta, detrás de los mostradores. Las baldosas de cemento del suelo tienen arabescos rojos y amarillos medio borrados por décadas de suelas. Se me escapan un par de bostezos.
Al cabo de un rato, salgo de la panadería y me encuentro de frente con un chico que deja caer un montón de papeles. Le ayudo a recogerlos; miro sus largos brazos, sus dedos como picoteando el suelo. Me quedo muy sorprendida al ver que en los papeles está el dibujo de una serpiente amarilla. Tiene los ojos redondos, azules e inexpresivos. El chico me mira con expresión nerviosa mientras le entrego los papeles que he recogido. Se disculpa con una sonrisa, dispuesto a seguir su camino, pero le digo que me interesa el material que lleva, y lo invito a tomarse algo.
Me dice que él recibe el material de un tercero, y que no sabe de dónde viene. Si trabajo es distribuir las pequeñas impresiones por toda la ciudad. Lo seduzco un poco, le digo que me interesa mucho conocer a los artistas, que yo también soy artista; finalmente me dice que hablará con ellos; que vuelva mañana a la plazoleta, y que seguramente allí habrá alguien esperándome.
Llegué muy puntual a la cita. Junto al árbol había una muchacha de veinticinco o treinta años en una bicicleta todo-terreno negra; metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y me entregó un papel doblado en cuatro. Traía puestas unas enormes gafas oscuras; bajo su pómulo izquierdo se destacaba un lunar ovalado, y sus labios, gruesos y radiados, me hicieron pensar en un caracol. Se alejó pedaleando antes de que pudiera decirle algo. En el papel había una dirección.
Viajé en un bus articulado por la carrera 30 y me bajé en la 63. Fue un error, pues según la dirección tenía que bajar hasta la carrea 69 y caminar hacia el norte unas quince cuadras. Sin embargo, la mayor parte del trayecto lo hice por la carrera 70. Los locales comerciales parecían atacarme desde los flancos de la avenida. El cielo sin nubes era un manto de celofán cobrizo, un filtro que saturaba los colores. Aquel paisaje me causó un delirio de ensueño; los postes y el tendido eléctrico parecían un caos de arboladuras. Aquí también sentí miradas filosas, pero en menor cantidad, debido tal vez al bullicioso trajín de hormiguero. Por fin llegué a la dirección que indicaba el papelito. En el letrero de aluminio sobre la entrada decía: “Impresiones Titán”.
La luz descendía por las claraboyas del taller con lentitud de niebla y se posaba sobre las máquinas como lavándolas. Varias personas, entre hombres y mujeres, se encargaban de ellas y organizaban el producto que arrojaban en pilas de distintos tamaños. Uno de los hombres se me acercó para preguntarme qué quería, y yo le comenté sobre la chica de la bicicleta y le mostré el papelito con la dirección. Entonces me dijo que avanzara por el corredor que se extendía a la derecha del taller, y que golpeara en la segunda puerta. Me abrió un tipo de corta estatura, algo pasado de kilos, que vestía como cantante de vallenatos de los años setenta. La camisa de manga larga color azul plateado con ribetes verticales le quedaba estrecha, al igual que el pantalón de dril color mostaza. Me invitó a pasar, y fue a sentarse tras un escritorio de aglomerado y fórmica blanca. Yo me senté en la silla que estaba del otro lado. El espacio era amplio y bien iluminado; la pared junto al escritorio era un gran ventanal, y las otras paredes estaban decoradas con afiches promocionales y dibujos de cantantes de rock ochenteros. Había también un par de archivadores metálicos sobre los que pude ver dos fotografías familiares del tipo, y cuatro más de él solo con su motocicleta Royal Enfield Thunderbird 350.
-Cuéntame –dijo él con amabilidad corporativa y los dedos entrelazados.
-Durante los últimos días me he encontrado con una cantidad de calcomanías y fanzines que nunca había visto y entiendo que ustedes son los autores. Yo trabajo para una revista; la Xk-Uno; talvez ha oído algo sobre ella. Nos dedicamos a las tribus urbanas relacionadas con el arte callejero y a la vida subterránea de la ciudad. Me encantaría hacerles una entrevista.
-Ok, -dice el tipo, muy animado, y se levanta de la silla -. Si quieres, sígueme a donde ocurre toda la magia y hablamos con los chicos.
-Bien, perfecto.
Lo seguí hasta el fondo del corredor donde se abría una enorme bodega, muy similar a un hangar de avionetas, en medio de la cual sólo había una máquina que de lejos se me pareció a un elefante sentado, lleno de postes y cuerdas en movimiento.
-Por ahora solo tenemos esta máquina, pero ya hay siete más en camino.
-¿Entonces no usan las que vi primero?
-Esas son para financiar el proyecto; papelería por encargo para oficinas. Nuestro verdadero producto necesita de máquinas capaces de crear lenguaje.
De pronto, el cantante de vallenatos se me reveló como algo que no pude descifrar. Quise preguntarle a qué se refería con “máquinas capaces de crear lenguaje”, pero me contuve.
-¿Y de dónde las traen? –le pregunté mientras observaba los curiosos engranajes y piezas que conformaban al extraño elefante. Al observar más de cerca comprendí que se trataba de una imprenta mecánica con cientos de rodillos que movían una cinta de papel muy ancha y extensa a gran velocidad, en una especie de laberinto sin principio ni fin. El intrincado ramaje alrededor de la criatura estaba conformado por algo así como enormes máquinas de tatuar que se movían sobre la cinta de papel. Me pareció que la enorme bestia tatuaba sus propias entrañas. Giré hacia donde estaba el tipo, pero me hallé totalmente sola. El estruendo sincopado de la máquina hacía que el espacio se sintiera aún más grande y luminoso. Metí la mano en mi bolso para sacar el celular y hacer un registro de todo, pero no lo encontré. Tragué saliva y miré alrededor en busca de una salida. De pronto, la máquina dejó de funcionar y arrojó una calcomanía brillante que chasqueó en el suelo. En el fondo de la bodega se abrió una puerta. Me apresuré a recoger la calcomanía y caminé hacia la puerta. Sentí ganas de correr, pero era como en esas películas en donde los gringos intercambian espías con el enemigo en un puente muy largo o en medio de un desierto: “no mires hacia atrás y no corras; una docena de armas te apuntan desde ambos lados”. Finalmente crucé la puerta, que se cerró a mis espaldas con un golpe seco. Solté un alarido y corrí un par de metros. Luego me di vuelta. El edificio se extendía a todo lo alto y ancho como una pared de cinc.