Anoche, por las grietas que intuyo en el cristal de mi mundo comenzaron a entrar los monstruos. El juego de los últimos días, las casualidades y ese montaje de pesadilla con la máquina impresora solo fueron la antesala al terror. Hacía registro nocturno con una de mis diminutas cámaras, ejercicio sin objeto, desperdicio de pila y memoria. De repente, me abordan tres tipos demasiado altos, de cejas protuberantes y ojos vacíos. Me hablaron con una jerga que no entendí. Me rodearon, y a empujones me sumergieron en el ángulo de una pared. Sentí sus manos recorriendo mi cuerpo como si entraran y salieran gusanos de algodón. Cada vez que lo hacían, mi piel experimentaba un dolor cosquilleante que luego estallaba en mis órganos internos. Entre mis gritos y los de ellos comencé a desvanecerme. Cerré los ojos y dejé de escucharlos. El viento de la noche me envolvió con el sigilo de una madre helada, con su arrullo de motores y neumáticos. Me levanté de un salto y revisé mi cuerpo en busca de heridas. En el rincón, junto a la pared, estaba mi cámara, intacta. Tampoco había perdido mi billetera ni mis joyas. Suspiré aliviada, aunque confundida, y me alejé de allí.
Como aún me temblaban las piernas y el frío me calaba, entré a un restaurante. Pensaba en lo ocurrido mientras me tomaba un doble de vodka con agua cuando, instintivamente, metí la mano en un bolsillo de mi chaqueta… Me encontré un papel doblado. Tenía el dibujo de un automóvil de los años sesenta, de color rosa y blanco. Las palabras escritas más abajo invitaban a la inauguración de una obra artística. “¿Semejante acto de crueldad para dejarme esto en el bolsillo?”, pensé. Terminé mi vodka y Salí.
La galería era en realidad una vieja y grande casa que seguramente perteneció a alguna familia de clase media alta durante los cincuenta. Afuera había varios carros aparcados y un sujeto con chaleco naranja se encargaba de vigilarlos. Junto a la puerta abierta de la casa, una chica vestida con pantalones y blazer azul rey, muy sonriente, entregaba publicidad sobre un circuito de arte en el centro de la ciudad. Un poco más allá, sobre el prado, cinco o seis personas fumaban y reían.

La obra consistía en una serie de objetos, fotografías, pinturas y videos de íconos que hacían referencia a tribus indígenas, procesos industriales y conceptos filosóficos. Había allí el mapa de Latinoamérica, de norte a sur, codificado en pictogramas rojos, negros y blancos, distribuidos en un pedestal sobre el cual cerraba el código un pequeño médico brujo de barro. Entre sus manos había un cuenco lleno de píldoras de colores. Sobre la pared más amplia de la sala, libre de muebles y de cualquier otra cosa no relacionada con la exposición, había tres enormes impresiones donde se repetía la imagen gris de un barril de petróleo, velado alternativamente por máscaras translúcidas de color magenta, amarillo y cian. Sobre la misma pared, a unos sesenta centímetros de distancia, se extendía una secuencia de rombos polícromos. En una habitación contigua encontré una secuencia de imágenes fantasmagóricas de museos del mundo, un video en ruido claroscuro, y dos rayos en blanco y negro sobre la pared del fondo. Terminaba yo de contemplar todo aquello cuando sentí que algo me acechaba desde el suelo. Congelada en pose genérica, una serpiente dorada me enseñaba sus colmillos. Di un par de pasos hacia atrás y miré a mi alrededor. Esperaba encontrarme a un grupo de personas riéndose de mí, y entre ellas a mis falsos asaltantes, pero solo había tres sujetos; uno de ellos se alargaba la barbilla con los dedos mientras contemplaba los barriles de petróleo, y los otros dos escrutaban la lápida y se lanzaban cortos murmullos agitando la cabeza. Volví a la serpiente y su juego de colmillos brillantes. Tenía la cabeza, grande y musculosa como la de un pitbull, llena de escamas ovaladas similares a las de un pez antediluviano del Orinoco: ribeteadas de minúsculas espinas, casi vellosidades
cortopunzantes, esmaltadas con ese aceite de esmeraldas fundidas que bajo el agua se torna oscuro, aterciopelado. Al moverme un poco hacia la izquierda comprendí que todo aquello se debía a un efecto de la luz. Ahora, el cuerpo del animal se fue llenando de lentas sombras, justo en la cresta de las ondulaciones, como si reptara bajo un sol entrecortado por arboladuras. Escuché una voz.
-Ella es una metáfora del movimiento. Hay un instante, en su secuencia, donde desaparece. Jamás lo notas, pero los ojos saben que es así. La vida y la muerta a velocidad luz.
El hombre a mi lado se quedó en silencio, contemplando la serpiente. Sus labios temblaban delicadamente sobre el instante previo a la sonrisa, como los de un padre ante su cría, varios días después del parto. Supuse que se trataba del artista, dispuesto a explicarme “la causa de mi asombro”, pero su silencio se extendía demasiado. Su atención había saltado a un profundo intersticio, oscuro como el abismo tras los colmillos de la serpiente. Tenía una botella de cerveza en la mano. De pronto pensé en el médico de barro con las píldoras en el cuenco, y volví el rostro hacia la serpiente.
-¿En qué pensaba cuando la hizo?
Mi pregunta se quedó en el aire. El sujeto había desaparecido, y en su lugar una multitud vociferante llenaba la sala. Mi cuerpo se contrajo en un escalofrío y empecé a sudar. Algo como un eco vibrante y húmedo abrazó mi nuca.
-¡Largo de aquí, falsa!
Desde la multitud comenzaron a lanzarme destellos acuosos, fugaces como el chasquido de un pez nocturno. Sentí que debía escapar, pero había tanta gente y tanto movimiento que no era capaz de ubicar la salida. Miraba hacia todos lados cuando sentí que unas manos enormes y heladas -su tacto me llegó hasta los pulmones- me tomaban por la cintura y me empujaban. De repente estaba en medio de la acera, con la galería a mis espaldas, totalmente sola. No había chica sonriente ni fumadores. Tampoco vi carros aparcados ni al sujeto que los cuidaba. Me volví hacia la galería. La puerta estaba cerrada, pero la multitud seguía adentro; sombras, siluetas opacas que se movían. Entonces sentí un cosquilleo en las palmas de las manos. Dos manchas húmedas de ceniza resaltaban como estigmas sobre mi piel blanca.