Bitácoras de expedición

Versión en tercera persona, por Miembro Anónimo del LDAV.

Del proyecto Acciones plagiarias autólogas vol. I.

Estos fragmentos de la Bitácora de exploración fueron entregados a la editora, en secreto, por la esposa de un acumulador de libros. Entre los restos de la bitácora también se encontró una nota del autor en donde señala que teme por su vida. Por tal motivo, su nombre no será revelado.

Prox: diccionario lemiariano de biótica e ingeniería biológica.

Hallazgos relacionados con La Serpiente: parches alusivos en sujetos urbanos.

Salimos después del medio día; la ciudad, casi desolada: inquebrantable día de Fiesta Nacional. Sin embargo, entre los pocos ciudadanos había unos que portaban la extraña insignia que se muestra en las imágenes. Dos de ellos llevaban, además, brazaletes dorados con forma de serpiente y anillos con piedras preciosas que recreaban la cabeza de una cobra con ojos y colmillos de oro o plata. Estábamos en el Ledom Rosa tomando jugo de fresa y menta cuando aparecieron. El más alto y delgado medía como uno noventa. Llevaba una chaqueta negra de corte militar y unos jeans azules ajustados. Sus botas de cuero y grandes suelas de goma eran blancas. El otro, algo más bajo y robusto, vestía una Harrington roja, camiseta Polo azul, pantalones de dril con prenses y una gorra de tweed. Los dos lucían el parche con la insignia en la manga izquierda. Se sentaron justo frente a nosotros y pidieron té blanco con limón.

Pude ver el anillo del más alto cuando alzaba su tasa de té. Un enorme zafiro con forma de cobra engastado en plata. Los ojos y colmillos de la serpiente también eran de plata, al igual que el grueso aro de escamas irregulares. Quise tomarle una foto, pero me fue imposible. Demasiado cerca… La cobra del otro era un rubí con ojos y dientes de oro. El aro también era de oro, pero sin escamas, y un poco más delgado. Querían tragarnos con la mirada, así que nos fuimos del Ledom Rosa.

Caminamos varias calles antes de encontrar a más personas. De nuevo, dos sujetos con la insignia en el brazo izquierdo. Se movían despacio, como si quisieran que los notáramos. Era como asistir al rodaje de una escena de extras para dar contexto a la escena principal de una secuencia. Fingían su naturalidad de transeúntes. Eran las tres de la tarde y el cielo blanco cernía una luz sin temperatura que borraba las distancias. Los dos sujetos venían por la acera contraria, y aunque nos separaban varios metros, los sentíamos demasiado cerca; como si fueran a colisionarnos. Finalmente pasaron de largo y doblaron la esquina hacia el occidente.

Llegamos al parque Brasil. Allí nos detuvimos para asimilar un poco lo que estaba pasando: Cuatro personas luciendo esa insignia con la serpiente dorada y la vara sobre un fondo de cuatro rectángulos rojos y negros. Anillos con forma de serpiente y una manera de estar en el espacio que parece negar las leyes físicas, o que, al menos, produce efectos visuales extraños. También era significativa la ausencia de autos en la zona; ese silencio general, paradójicamente habitado por susurros, minúsculos ecos, opacidades sónicas que se revelaban como rompiendo por instantes las ondulaciones de un lago. Extrañábamos a esas parejas de enamorados y a las familias trajeadas de día festivo que suelen transitar la zona en busca de cafeterías o heladerías. Hasta las palomas se movían con lentitud inusual, a meticulosas zancadas de cuervo, mal disimulando sus improbables jorobas. El miedo comenzaba a invadirnos, pero decretamos que seguiríamos tras la pista de la serpiente y sus extraños militantes. Decidimos abandonar la zona y encaminarnos hacia el occidente, al otro lado de la gran avenida y la vía férrea.

Sobre la avenida se extiende una plazoleta de cemento y ladrillo. En el centro hay una jardinera cuyas plantas se alimentan de basura.

Las chazas adornaban la blancura amarillenta del suelo con su variedad de formas y colores. Decenas de peces zombi se agolpaban al rededor. Entonces apareció uno de ellos. Otra vez, la insignia roja y negra con la línea y la serpiente.

El tipo se detuvo frente a una de las chazas, tomó un trozo de cuarzo del montón que había en el terciopelo morado, y le preguntó al chico cuánto costaba. A pesar de que este no le dijo nada, le dio tres billetes de veinte mil pesos, y se llevó la piedra. Luego se alejó del tumulto.

Lo seguimos por espacio de diez minutos hasta que entró a una cafetería. Nos quedamos en la esquina y esperamos. Pasaron un par de minutos antes de que el tipo volviera a aparecer. Se quedó allí de pie, sobre la acera, con las manos en los bolsillos de la chaqueta hasta que alguien lo recogió en un viejo simca azul claro. Entramos a la cafetería.

Una luz gris se abría desde el techo sobre un grupo de mesas de fórmica verde pálido y sillas forradas con cordobán color cereza. Tras el paso de varias décadas, los dibujos en las baldosas del suelo se habían borrado aquí y allá. En el fondo se extendía un mostrador refrigerado que exhibía unas cuantas botellas de bebidas gaseosas, y algunos biscochos amarillentos y pasteles grasosos. Nos sentamos a una mesa. Se nos acercó una chica morena de grandes ojos negros y cejas pobladas. Llevaba una falda color mostaza, un delantal blanco lleno de manchas, y unas zapatillas beige que dejaban ver sus pies desnudos. Se detuvo frente a nosotros, sacó una pequeña libreta del delantal, y luego tomó el esfero que llevaba en la oreja izquierda.

-Buenas tardes; qué se les ofrece -dijo sin mirarnos, y sus oscuros labios carnosos volvieron a cerrarse en un botón estriado. Pedimos un par de tés negros.

Las personas de las otras mesas sostenían conversaciones que se confundían en un murmullo opaco, roto de vez en cuando por el timbre de las cucharas.

La chica nos trajo el té, puso la factura sobre la mesa, y se alejó de prisa. Nos llevamos una gran sorpresa cuando al rasgar las envolturas descubrimos que en el interior tenían estampada la insignia de la serpiente y la línea. Debajo de ella había otro símbolo, totalmente distinto, pero que repetía las mismas letras en mayúscula: HLP. Luego de mirar detenidamente, descubrimos que el nuevo símbolo se parecía mucho a uno de esos insectos que imitan a las hojas secas.

-Larguémonos de aquí -fue lo único que dijo M, y dejamos un par de billetes sobre la mesa. Los murmullos desaparecieron. Un silencio helado nos empujó hasta la salida. Las envolturas de té marcadas siguieron apareciendo en varias cafeterías, y nadie acertaba a darnos una explicación. Lo curioso era que jamás aparecían en restaurantes. Allí nos sorprenderían otras manifestaciones de La Serpiente, igualmente inexplicables.

 

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